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  • Miller Soto

Mi reconcilio con Vargas Lleras

Y bueno, que él no sepa de mi existencia, de nuestro distanciamiento y del reciente reconcilio, es irrelevante y no me interesa.

 

En una columna, estamos acostumbrados a que se cuente solo una anécdota. Hoy me permitiré contar dos, pues ambas tienen una coincidencia: el personaje.


Se trata de Germán Vargas Lleras, el veterano, el ejecutor, el que fue concejal de Bogotá, Senador de la República, ministro y vicepresidente. Sí, el mismo del coscorrón (o cocotazo como decimos en la costa). En fin, al punto…


Era 1995 y yo acababa de asumir como concejal de Barranquilla. Tenía 19 años y estaba comenzando a familiarizarme con todo lo relacionado con la política. En ese momento, había un joven Senador que no paraba de trabajar y cuyo futuro parecía prometedor gracias a su innegable capacidad y su amplio conocimiento sobre los problemas del país. Este joven Senador era Germán, quien además de ser mi copartidario (ambos éramos miembros del Partido Liberal), también era un buen amigo de algunos amigos míos en Barranquilla, quienes resultaron fundamentales para mi llegada al Concejo. Uno de ellos era Álvaro Carbonell Lafaurie (qepd), un hombre noble del que solo guardo buenos recuerdos.


Por aquellos días, mi esposa Rosana y yo llevábamos pocos meses casados y vivíamos en casa de mis padres. Un día, a mi padre se le ocurrió invitar al joven Senador para desayunar en casa aprovechando que estaría en la ciudad. Le comentó la idea a Álvaro y acordaron una fecha. No recuerdo exactamente el día, pero creo que fue durante los carnavales de 1995.


El día del desayuno, todo estaba listo en casa: un gran banquete guajiro y muy pocos invitados. La casa era realmente grande, pero, como podrán imaginar, no podía disfrutar todo de ella debido a que tenía que ser llevado arriba y abajo por las escaleras para acceder a la segunda planta. Mi habitación era en la planta baja y desde allí tenía acceso libre a ese nivel. Cuando salí de la habitación listo para conocer al congresista y pasar tiempo con él, me enteré de que el desayuno se llevaría a cabo arriba, en el bar. No es que los obstáculos me afecten o tenga problemas para pedir ayuda cuando la necesito, pero hubiera preferido que el encuentro se diera en un lugar de la casa accesible para mí. No fue así y me molesté.


Honestamente, hoy veo aquella actitud como un capricho, un gesto inmaduro, pero en ese momento sentí que tenía razón en estar disgustado al punto de decidir no asistir al desayuno. Pensé para mí mismo: "¡pa' que respeten!" (jajaja). Mi decisión llegó a oídos de mi querido padre, quien bajó de inmediato y me echó una bronca tal que me dejó sin argumentos para justificar la pataleta. Fue así como, amargadísimo, terminé subiendo al desayuno. Entré, saludé al Senador y a los presentes y me quedé en silencio escuchando una conversación que ya llevaba más de media hora en curso. No sé si era mi estado de ánimo, pero a pesar de que todo lo que decía el congresista me parecía interesante, el tipo me cayó mal. Quizá su sequedad al presentarme fue provocada por mi cara de aburrido, o quizá se percató de mi capricho y por eso le resulté antipático. No lo sé. Lo cierto es que él a mí sí. Tampoco tengo idea si mi percepción era a causa de su hosquedad o de mi reprobable estado de ánimo. Aunque siempre quedé con esa duda, aprecié haberlo conocido y haber compartido con él un par de horas, que fueron suficientes para valorar su inteligencia, su lenguaje pragmático y su vasto conocimiento sobre múltiples temas de la realidad nacional. Fue significativo que un simple bachiller, recién elegido concejal, haya tenido la oportunidad de compartir con alguien que ya llevaba un recorrido importante a tan corta edad (él tenía 33 años entonces). Que el hombre me haya caído mal no era lo importante.


Después de eso, seguí sus pasos desde la distancia. Sus intervenciones en el Senado, su rol como presidente del Congreso, su incansable trabajo parlamentario, su valentía para llamar a las cosas por su nombre, e incluso los atentados en su contra, hicieron que se ganara mi respeto y que valorara su entrega al servicio del país. Aunque no volví a tratar con él ni lo volví a ver personalmente, lo seguí y terminé sintiendo admiración por su trayectoria.


Los años pasaron y yo no era el mismo. Después de tres periodos en el Concejo, graduarme como abogado, conseguir dos maestrías y un doctorado, regreso a Colombia y encuentro que aquel joven Senador es uno de los hombres más poderosos del país. A mi regreso de Italia en 2011, Vargas Lleras era ministro del Interior y Justicia del gobierno Santos. "Qué fuerte", pensé. "Este tipo ha llegado muy lejos". Los meses siguieron transcurriendo y en medio de las negociaciones del gobierno Santos con las FARC, me distancié cada vez más de lo que ese gobierno representaba. No porque se estuviera dialogando con el grupo terrorista, sino por el rumbo que tomaron esos diálogos. Sentí, en cierto modo, un cambio brutal en la percepción que tenía de Germán Vargas. Algo me decía que lo que estaba sucediendo en La Habana no se parecía en nada a su noción de país y al semblante de su talante político. Por ello, sin que él se enterara, comencé a distanciarme de él.


A todas estas, Rosana, mi esposa, tan uribista como yo, no dejaba de ser su fiel seguidora. Siempre dijo ser uribista y vargasllerista y quizá por ella mi distanciamiento con Germán Vargas no era total, pero ahí estaba. No podía evitar mi desilusión al verlo aceptando en silencio todo lo que rodeó el Acuerdo de Paz, lo cual representó para mí una decepción. Confieso que esperaba que renunciara al gobierno y que en lugar de apoyar a Santos en su propósito por reelegirse, se atreviera a lanzarse incluso buscando una eventual alianza con el uribismo que estaba tan fuerte entonces. No ocurrió. Tomó la decisión de aceptar ser fórmula del expresidente Santos y así llegar a la vicepresidencia en 2014. Otra decepción para mí. El distanciamiento se acentuaba. Sin embargo, ahí estaba Rosana, perdonándole todo. Su admiración por él seguía intacta y me resultaba inexplicable. —¿Cómo puedes ser uribista y seguir siendo vargasllerista? —Le preguntaba. —Es incompatible. —Le decía. Pero nunca daba más explicaciones que un simple “¡ajá!”. Yo solo reía.


Es aquí donde viene la segunda anécdota. Era el 16 de diciembre de 2016, estábamos en Valledupar por el matrimonio de una prima. Nos hospedamos en el Hotel Sonesta. Era algo tarde, tipo diez de la noche. Estábamos Rosana y yo en el lobby dispuestos a subir a nuestra habitación cuando Rosana se entera que el Vice Germán Vargas está también hospedado en el hotel porque en esos días ponía las primeras piedras de proyectos de vivienda en varios municipios del Cesar. Rosana se informa con la gente de su esquema de seguridad y le dicen que el vicepresidente está próximo a llegar. Se emociona y me pide que no subamos, que esperemos a que llegue porque no dejará pasar la oportunidad para pedirle una foto y ofrecerle su apoyo a una eventual candidatura a la presidencia. La cosa no me hizo mucha gracia, pero accedí y me fui a la terraza de la piscina a esperar. Ella se quedó en el lobby dichosa porque se vería con su admirado Germán.


Pasaron unos 15 minutos cuando veo que Rosana sale a la terraza de la piscina con cara de circunstancia. Le pregunté qué ocurrió y ella solo atinó a responderme “¡O sea! ¡Lo detesto!”. Yo no entendía y me limité a insistir: —¿Qué pasó?—


Mi amada esposa estaba en el lobby cuando vio llegar la caravana de vehículos en los que se transportaba el vicepresidente. Llena de emoción, se preparó para tomar una foto y se ubicó justo en la entrada del hotel del lado de adentro, donde solo había personal del hotel y gente de seguridad. De esta manera, ella estaba en una posición perfecta para abordarlo cuando abriera la puerta para ingresar al hotel. Y así fue: el vicepresidente abrió la puerta y se encontró con la hermosa dama que le sonreía y le pedía amablemente una foto. Él se acercó y caminando hacia ella señalándola con el dedo le respondió con una sonrisa escueta: "Sí, pero mañana". Luego se dirigió rápidamente hacia el ascensor, dejándola allí con el celular en la mano y su sonrisa congelada en el rostro.


Cuando Rosana me contó, sentí pesar por lo que ella debió sentir en ese momento, pero también me salió una risita incontenible. Después de aquello, Vargas Lleras renunció a la vicepresidencia y se presentó como candidato a la presidencia en 2018, obteniendo un resultado precario que no le permitió pasar a segunda vuelta. Se especuló mucho sobre las causas de su derrota y es probable que su tosquedad haya tenido algo que ver; sin embargo, creo que lo que más lo perjudicó fue su asociación con un gobierno desgastado (el de Santos) que se centró en un proceso de paz totalmente contrario al carácter de un Germán que a los ojos de muchos resultaba incongruente.


En cualquier caso, debo admitir que en los últimos meses he notado un cambio en Vargas Lleras que interpreto como un reencuentro con su esencia, lo que ha puesto fin a nuestra distancia. Y bueno, que él no sepa de mi existencia, de nuestro distanciamiento y del reciente reconcilio, es irrelevante y no me interesa. Lo que sí tengo claro es que un líder político debe preocuparse más por hacer bien lo que es correcto que por caer bien. La carrera de Germán Vargas Lleras es un ejemplo de ejecutorias que no se materializan con sonrisas y gestos de simpatía propios de los artistas y las reinas de belleza.


Mi esposa lo tiene claro. Por ello, aunque no olvidará nunca su antipático gesto, lo sigue admirando.


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